Como el dragón reclamaba una moza cada viernes, las jóvenes se fueron acabando de a poco hasta que sólo quedó la princesa, me siguió contando el abuelo, y el rey, en beneficio de su pobre pueblo, decidió entregarla como última ofrenda posible. Vaya a saberse qué ocurriría luego, dijo.
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Como el dragón reclamaba una moza cada viernes, las jóvenes se fueron acabando de a poco hasta que sólo quedó la princesa, me siguió contando el abuelo, y el rey, en beneficio de su pobre pueblo, decidió entregarla como última ofrenda posible. Vaya a saberse qué ocurriría luego, dijo.
La muchacha se despidió del padre y empezó a caminar despacio hacia esa cueva que debía ser su último destino. Imaginó que pronto vería los huesos arrojados de sus predecesoras, capaz que cabellos y trozos de vestido, pero no quiso volverse para mirar hacia el palacio que dejaba a sus espaldas. Ya veía tras unos árboles la humareda que echaban las fauces y los ojos del dragón, cuando escuchó los cascos de un caballo que parecía apurarse para llegar a su lado.
Montado con toda la gallardía de su casco emplumado hacia las nubes, pronto estuvo a su lado ese caballero que no era otro que San Jorge. La miró, la saludó alzando la lanza y corrió hacia la cueva decidido a ponerle punto final a la desgracia de ese pueblo, que ya había consumido a todas sus muchachas menos a ella. Bajó la lanza para tocar el suelo con su punta, se persignó y clavó las espuelas en las costillas del caballo para pronto estar en medio de una soberbia pelea. La princesa no vio más que polvareda por varias horas. Escuchaba los gritos marciales de San Jorge y los aullidos del dragón, pero era incapaz de deducir de ello el resultado de la justa hasta que al fin, casi cuando ya se ponía el sol, sintió el silencio que le marcaba el derrotero del destino.