Les venía hablando de esos gallos, como los de mi barrio, que desde que comenzó la cuarentena cantan menos, casi nada. Pero lo pensaba nomás, sin esperanzas de encontrar una respuesta, cuando saludé a un abuelo que, sentado sobre el lomo de una pirca, recordaba aquello que era coquear.
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Les venía hablando de esos gallos, como los de mi barrio, que desde que comenzó la cuarentena cantan menos, casi nada. Pero lo pensaba nomás, sin esperanzas de encontrar una respuesta, cuando saludé a un abuelo que, sentado sobre el lomo de una pirca, recordaba aquello que era coquear.
Hubo un gesto bajo su barbijo que, sin embargo, me hizo pensar en que tenía algo para contarme, y como suele suceder en estos casos me detuve, hablamos algo del clima, algo de la pandemia, algo del frío fuerte que empezaba y, como quien no quiere la cosa, o acaso fuera también lector de estos Laberintos, me preguntó si quería conocer el origen de los gallos.
Cuando alguien me cuenta algo que me llama la atención, trato de poner cara de póker. No hay nada que ayude menos a un cuento que el excesivo interés del oyente, amenacé falsamente a cambiar de tema, hice un gesto como de que iba a continuar por mi camino y le escuché aclararme que su relato podía despejar mis dudas.
No hizo referencia a cuáles, podía estarme hablando de mis preferencias políticas, de una mujer que me podía estar gustando o del recurrente y siempre necesario tema del clima, que inicia tantas conversaciones, pero no hizo falta porque ambos sabíamos de qué hablaba. Entones me dijo que el primer gallo vive entre la gente desde los tiempos de San Jorge.
Con ese dato me dejó duro: ¿cuáles serían esos tiempos? Hay santos que uno, más o menos, ubica a lo largo de los siglos, pero hay otros que están más cerca del mito y se nos pierden en cualquier cronología.
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