En la habitación a la que entraron, después de abrir tantas puertas deshabitadas, la muchacha vio que entraban Pedro, Pablo y Esteban Franco. Consultó en su teléfono celular y escuchó decir que no eran los Varela. Sólo entonces se tranquilizó, aunque les dijo que mientras no se oyeran los latidos podían aparecer con sus armas, sus motos y su violencia.
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En la habitación a la que entraron, después de abrir tantas puertas deshabitadas, la muchacha vio que entraban Pedro, Pablo y Esteban Franco. Consultó en su teléfono celular y escuchó decir que no eran los Varela. Sólo entonces se tranquilizó, aunque les dijo que mientras no se oyeran los latidos podían aparecer con sus armas, sus motos y su violencia.
Luego les contó que las familias dejaban a las niñas grandecitas en esos edificios abandonados de Huichaira. Nos dejan en alguna de estas habitaciones con un teléfono para consultar con el Abuelo Virtual ante cualquier duda, dijo la joven. No es que nos salve de los peligros, agregó, pero nos explica lo que ocurre.
Mientras escuchaban estas cosas, también empezaron a oír el ruido de motores que invadían los pasillos. Aceleradas, frenadas y alaridos de jolgorio que se contraponían con los gestos desesperados de la muchacha. Es mi hora, dijo cuándo Pedro arrojó una lámpara contra el vidrio de la ventana que estaba sobre la cocina.
Los vidrios estallaron hacia afuera mientras su hermano la alzaba para que pudiera escaparse al tiempo que las ruedas de una de las motocicletas entraba por la puerta de la habitación. El Varela arrojó su lanza para clavarla contra la falda de la muchacha en la pared, y ella se volvió para ver como Esteban Franco golpeaba al salvaje con las patas de una silla que había alzado en defensa.
Gracias a lo estrecho de la puerta, el resto de la montonera era incapaz de entrar a la habitación y hacía posible que pudieran resistir la acometida.