De repente, el jazz que siempre estuvo y que forma parte de la historia de la música, se volvió a descubrir. Fue la Porteña Jazz Band y esa mística que la caracteriza la que no dejó nunca de permanecer en ella desde hace más de cincuenta años, la que permitió una velada memorable.
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De repente, el jazz que siempre estuvo y que forma parte de la historia de la música, se volvió a descubrir. Fue la Porteña Jazz Band y esa mística que la caracteriza la que no dejó nunca de permanecer en ella desde hace más de cincuenta años, la que permitió una velada memorable.
Ahora, a los músicos grandes de mirada férrea, les tocaba ser visitantes de lujo en tierra jujeña porque lograron transmitir aquél espíritu eterno que sólo la fusión con acento afro y cadencia interminable, podía tener.
Y no pasó nada que no se haya podido percibir desde el principio. Se podía respirar una magia inevitable en el aire, y eso era justamente porque la música misma hacía que fuera posible.
Entonces entre la introducción y los temas que siguieron, se fue creando un espectáculo precioso, con el alma abierta; con el jazz disparado como mil fuegos artificiales que ardían en todos los rincones del salón de actos del Colegio del Huerto.
Así llegó para todos el fenómeno nacido de Nueva Orleans, un siglo atrás pero que aún así y con los años transcurridos, seguía siendo un arte, una tradición que lejos está de morir.
Tal es así que desde otros momentos de la historia, comenzaron a llegar esos sonidos y se inició el desfile musical de canciones selectas que se habían vestido con su mejor gala para deslumbrar a todos desde la porteñísima band.
Entonces, sí, llegaron los originales de la misma manera que la prosa simple al cuento. Las canciones lograban fluir con una naturalidad notable frente a todos, e influir también; en la belleza de una melodía sin tiempo.
De pronto, una docena de canciones ya estaban listas y en sus marcas para salir en busca de la gloria y ser esa suerte de ofrenda que los señores de cabello blanco venían a regalar a todos por el sólo hecho de repartir alegrías pasadas llenas de ritmos africanos.
Desde los años ’20, el jazz fue simple, fue inevitable e influencia. Una forma de arte que se permite ser desde ser desde una concepción de baile popular hasta una difícil disciplina del arte reconocida y celebrada en todo el mundo y que ya se hizo inmortal, a estas alturas de la historia.
Y un poquito de ese concepto se logró escapar de lo escrito y se convirtió en música que fue aplaudida, cuántas veces fue necesaria por la gente que disfrutó de una velada con prodigiosas interpretaciones. Cuando parecía que las mejores cartas estaban sobre la mesa, salieron a brillar las joyitas universales -que no podían faltar- como "Sugarfoot Stomp", "Blues Skies", "Patron Wagon Blues" o "Plain dirt, on revival day" que fueron himnos en vivo. Así como "Heebie Jeebies", "Si tu vois ma mere", "Diga diga doo", "Hot and anxious" y "Let.s together" y "Somebody" todos temas que juntos provocaban una sensación de vértigo y de ganas de ir a bailar al mismo tiempo o de inventar pasos para ver si se llegaba a, por lo menos, la intención de moverse al son de aquello tan perfecto, tan jazz.
Tantos sonidos se multiplicaron desde los instrumentos que no era difícil encontrar la amistad verdadera proyectada en la música. Los integrantes de la banda lo hacían con
Con el tiempo, al principio fue normal eso de admirar cómo la orquesta de jazz se ensamblaba en vivo, cómo los músicos se entendían con la mirada, cómo sobresalían cuando ellos querían las melodías más profundas y sinceras. Se podía saber todo eso y más porque la máquina jazzera podía funcionar con sólo la idea de querer hacer arte y nada más, con el vestigio de antepasados que legaron momentos de alegría para el alma y que ellos hacían posibles en aquél momento.
Los señores músicos fueron presentando de a poquito perlas increíbles y así, los espectadores fueron una suerte de consumidores de arte felices y listos para el encuentro con la más exquisita de las perfecciones al oído.
En trompetas, contrabajo, clarinetes y batería armaron el jazz que fue admirado. Ese jazz que existió siempre, coronado de gloria y cuyos sonidos, todos juntos, simplemente se apoderaron del cielo. En el público, las generaciones se unían. Era hermoso ver que padres e hijos compartían lo genial de los sonidos del siglo pasado que ahora estaban ahí, que se podían escuchar, que se podían sentir. Y también ver.
La historia viva a un pasito, como un vuelo directo y sin escalas, que se proponía sorprender, con espectadores que respondían con generosidad en el aplauso. Sobre el escenario, los señores de traje exprimían los instrumentos y daban todo de sí. Ellos fueron quienes dieron cátedra de músicos recibidos hace, por lo menos una vida. Entonces fueron increíbles las miradas y las emociones que mostraban la última versión de más de cincuenta años de trabajo y arte. Más de cincuenta años. Y ellos intactos, juntos los músicos y su arte convertido en jazz. Y porqué no también, obsesionados con la idea de inmortalidad, con eso de seguir el ejemplo y perdurar. Con ellos se descubre que el jazz no tiene edad. Es una fantasía, una musiquita atemporal y simpática, que nunca alardeó de ser centenaria. Nunca. Pero que mereció y merece el respeto de todos desde que nació. Esto entre muchas otras cuestiones, revelaba un hecho que tenía que ver con su instrumentación, melodía y armonía que derivan principalmente de una tradición occidental, cuyo ritmo, fraseo y producción de sonido, se mezclan con el blues y el concepto afroamericano. De tan cautivadora combinación, el concierto terminó siendo una presentación brillante. Y los ritmos se volvían aplausos seguros. La banda en ningún momento se hizo chiquitita y su actuación, simplemente fue única.