“Tus hijos, no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida, en sus anhelos de sí misma. Vienen a través de ti, pero no de ti, y aunque estén contigo, no te pertenecen” Khalil Gibran.
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“Tus hijos, no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida, en sus anhelos de sí misma. Vienen a través de ti, pero no de ti, y aunque estén contigo, no te pertenecen” Khalil Gibran.
En la vida, uno de los momentos más cruciales que vivimos las madres y padres, uno de esos hitos que nos marcan un antes y un después, el fin de una etapa y el inicio de otra, es aquel en el que los niños, nuestros bebés, empiezan a ser adultos, se independizan, se emancipan, tienen sus propios pensamientos, opiniones, proyectos. Y, aunque este proceso no es de un día para el otro, hay un momento en específico, preciso, medido en segundos, en que uno se da cuenta: íAh, ya No me necesita! Ya puede vivir sin mí, ya es... Grande. Entonces uno se pregunta si la criatura va a poder, si va a saber hacerse de comer, si extrañará demasiado. ¿Y saben qué? Sí, los hijos pueden, y saben, y si no saben, aprenden, y se vuelven mejores que uno. Y un día, en otro de esos días claves, son ellos los que empiezan a enseñarnos cosas a nosotros.
Pensando en esto, vino a mí una anécdota de cuando era chica, que paso ahora a contarles:
En Catamarca, mis abuelos paternos tenían una finca donde había un gallinero, dos mulas, tres caballos, una cabra loca que reventaba las cercas a patadas y una vaca enorme, negra con manchas blancas, que se llamaba Antonia, La Toña. Cada día, mi abuela se levantaba al alba, avivaba el fuego del brasero donde luego calentaba el agua para el mate y salía al patio para darle de comer a las gallinas y ordeñar a la Toña. La rutina, que mantenía todos los días del año, era sagrada para mi abuela. No dejaba que nadie lo hiciera por ella, ni mi papá ni ninguno de mis cinco tíos, porque nadie pondría el mismo cuidado y dedicación que ella.
Desde pequeños, cuando mis hermanos y yo nos quedábamos a dormir en su casa, ella nos despertaba despacito, nos abrigaba con poncho, gorro y bufanda de lana, y nos permitía acompañarla. Mi hermano mayor, que solo por eso tenía más privilegios, era el encargado de abrir la puerta del gallinero sin que ningún ave se le escapara y, mientras él reponía el maíz en los comederos, mi hermanita y yo metíamos la mano entre la paja para buscar los huevos calentitos, recién puestos. Luego íbamos a donde la Toña. Mi abuela ponía su banquito al lado del animal enorme y, mientras le hablaba y acariciaba suavecito, ordeñaba una leche espesa, espumosa y tibia que luego disfrutábamos en el desayuno.
No recuerdo la edad exacta que teníamos, mi hermano seis, yo cinco, mi hermanita tres, algo así, cuando un día la abuela nos contó que la Toña estaba embarazada y que pronto nacería su ternerito. Fue una alegría enorme y no parábamos de preguntar que cuándo, cómo y dónde nacería el hijito de la Toña. Queríamos estar ahí, ser testigos de ese milagro. Una tarde, mi papá volvió a casa más temprano de lo habitual, nos cargó en el Rastrojero y nos llevó a lo de los abuelos. Había nacido Toñito, un ternero precioso, más blanco que negro, con unas orejas redondeadas y atentas, el hocico curiosamente rosado y unos ojos enormes. Estaba acostadito al lado de la Toña y recuerdo que temblaba. De frío, dijo mi hermano. De miedo, dije yo.
Desde el nacimiento del ternero, nosotros no queríamos movernos de la casa de los abuelos, cosa que se complicaba con la escuela y la logística de mis padres. Pero pronto llegó el verano, y con él nuestro receso escolar. Recuerdo que nos instalamos en el campo hasta mediados de marzo. Fueron las vacaciones más ocupadas y divertidas que recuerdo de toda mi niñez. Éramos almas libres, vivíamos en alpargatas y con olor a leña. Acompañábamos todos los días a la abuela a dar de comer a los animales, y nos encargábamos de entretener al ternerito mientras ella ordeñaba a la Toña. Amasábamos pan, ayudábamos a la abuela a hacer queso, mantequilla, jamones, dulces de cayotes e higos que luego comíamos hasta reventar. íLo que engordamos ese verano! Mis padres nos visitaban los fines de semana y se sorprendían de nuestros cachetes cada vez más regordetes y rozagantes.
Un día de febrero, sin embargo, todo cambió. La abuela nos había prevenido, el ternerito se iba a tener que destetar. Recuerdo que mi hermanita, con la mamadera bajo el brazo, no paraba de llorar en sincera solidaridad por el Toñito, que correteaba y saltaba siempre cerca de su madre. Entonces sucedió, el abuelo llevó al ternero a los tirones hasta el otro extremo de la finca donde tenía un corral más pequeño, al lado de la cabra loca. íPobrecito! íCómo lloraba! Y la Toña también, al otro lado de la finca. En el silencio de la noche, se escuchaban los lastimosos gemidos hasta el amanecer. Nosotros también llorábamos, día y noche, hasta que don Carlos, un señor amigo de los abuelos, vino a buscar al Toñito y ya no lo volvimos a ver. Recuerdo que hasta a la abuela le había dado tanta pena y culpa, que cuando ordeñaba a la Toña, le pedía perdón en voz baja. “Son cosas de la vida”, repetía el abuelo sin cansarse, aunque nosotros no lográbamos entender.
Al verano siguiente, cuando otra vez nos quedamos a pasar las vacaciones con los abuelos, vimos a don Carlos montando a caballo por atrás de la finca de los abuelos, guiando a su ganado hacia el pastizal. “¿Ven aquel torito que va allá?” nos dijo el abuelo “Ese es el Toñito, ¿cómo creció, eh?” Nosotros, trepados sobre la tranquera del fondo, nos quedamos boquiabiertos, admirando aquel enorme animal paseando serenamente entre una docena de vacas.