Estamos en agosto, y el pueblo de Libertador General San Martín se llena de hojas secas que bailan con el viento en pequeños y traviesos remolinos de un lado a otro. Los lapachos rosados del acceso al Barrio Ledesma se tornan ocres, naranjas, marrones a medida que avanza el otoño. El viento fresco paspa las mejillas de los niños y el olor a pan recién horneado invade las calles y hogares de la ciudad.
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Estamos en agosto, y el pueblo de Libertador General San Martín se llena de hojas secas que bailan con el viento en pequeños y traviesos remolinos de un lado a otro. Los lapachos rosados del acceso al Barrio Ledesma se tornan ocres, naranjas, marrones a medida que avanza el otoño. El viento fresco paspa las mejillas de los niños y el olor a pan recién horneado invade las calles y hogares de la ciudad.
Agosto me recuerda siempre a mi infancia, cuando Libertador todavía era un pueblo. Los preparativos para el gran desfile escolar iniciaban con el octavo mes del año. Agosto me devuelve a mi niñez, a las mañanas frías del 17 en que nos levantábamos temprano, ansiosos, para desayunar y vestirnos, medias blancas hasta la rodilla, el cabello perfectamente recogido en una cola y una cinta blanca formando el moño; el delantal, impecablemente planchado, blanco puro sobre el cual resaltaba orgullosa nuestra escarapela celeste y blanca. Los zapatos, siempre lustrados la noche anterior, era el último requisito para estar listos para el desfile.
La banda militar ensayaba delante del palco de las autoridades, y nuestro corazón se aceleraba al escucharla a varias calles de distancia. Buscábamos nuestro punto de encuentro de la escuela, y cuando se acercaba la hora, nos formábamos en línea, de mayor a menor altura, equidistantes, derechitos, mirando al frente. Las maestras se aseguraban que estuviéramos todos a punto a lo largo de varias columnas y filas, arreglaban algún pelo fuera de lugar, y ajustaban moños para que quedaran parejos. Las escarapelas, inmaculadas, brillaban al costado de nuestros corazones. No podíamos evitar los nervios, lo recuerdo como si fuera ayer, nos temblaban las rodillas y chasqueábamos los dientes como consecuencia de la impaciencia y el aire frío otoñal.
Izquierda, izquierda, izquierda derecha izquierda. Avanzábamos al compás de las indicaciones que nos marcaba la maestra. Delante del grupo, un estandarte con el nombre de nuestra escuela e inmediatamente después, la o el abanderado, impecable, y sus dos escoltas que anticipaban nuestro paso frente a la multitud congregada a los costados de la avenida. Marchábamos concentrados, mirando al frente, izquierda, izquierda, izquierda derecha izquierda, al compás de las marchas militares. De pronto, resonaba en los parlantes el nombre de nuestra escuela, entonces nos explotaba el pecho de orgullo y emoción. Cuando pasábamos por enfrente del palco de autoridades, me volvían a temblar las rodillas, allí estaban el intendente, el gobernador, y un montón de gente importante, enfundados en decorosos abrigos, y aplaudiendo con manos enguantadas.
Una vez que terminábamos el recorrido, nos invadía una alegría exacerbada y un alivio reparador. Habíamos logrado salir airosos del gran acontecimiento patrio del pueblo. íQué alegría!, nuestros padres nos felicitaban y nos enchufaban camperas, gorros y guantes. En cuanto nos deshacíamos de nuestras madres, salíamos disparados a buscar nuestro premio: un vaso de chocolate caliente y churros embadurnados de azúcar. íQué delicia! No creo haber probado un churro más rico que aquellos de mi niñez, al costado de la Avenida Libertad, muerta de frío y con el corazón explotado de patriotismo. Al pueblo de Libertador General San Martín: ísalud! Buena y larga vida.