Blanca me contaba de aquellos muchachos que habían comenzado a cuchichear, evidentemente por algo referido al vestidito rojo, ajustado y corto de la Palmetti, la novia de Tiríades Pierro. Al principio no nos molestó, ellos estaban bebidos y se la dejamos pasar, pero se pusieron cargosos.
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Blanca me contaba de aquellos muchachos que habían comenzado a cuchichear, evidentemente por algo referido al vestidito rojo, ajustado y corto de la Palmetti, la novia de Tiríades Pierro. Al principio no nos molestó, ellos estaban bebidos y se la dejamos pasar, pero se pusieron cargosos.
Mi cuñado sugirió que saliéramos a tomar aire, conversar un rato y dejar que la cosa se enfriara. Salimos y nos habló de su última colección de cuentos, porque como ya le dije era escritor. Trataban de un detective muy duro que debía resolver casos en el ambiente más turbio que había, zona bien de los arrabales.
Ese detective no era especialmente violento, pero alcanzaba con que le clavara al delincuente la mirada para que temblara y confesara. Cada una de sus historias arrastraba la trama lo más que podía, dejando entrever detalles del crimen que casi quedaba resuelto, y cuando sólo faltaba el último empujoncito, el detective miraba fijo al sospechoso, que terminaba por confesar.
A Pierro le encantaban los cuentos de su hermano, y ya le dijo que creo que por eso estudió para policía. Cuando Tiríades, a pedido nuestro, nos estaba contando uno de esos cuentos, vimos que los cargosos salieron del baile, se pararon a unos metros de nosotros y miraron a la Palmetti con evidente grosería.
Yo sabía, me dijo Blanca, que Pierro se moría por ver que su hermano los encarara.
Entonces entraría él, pegaría lo que hubiera que pegar, pero quien tenía que tomar la iniciativa era su hermano. Lo esperó casi saboreándolo de antemano.
