Prudencio Creso y Bautisto Solón caminaron hasta el ranchito humilde que Creso nunca pudo comprar. Allí vivía una abuelita con su nieta, y la mujer era tan terca que no aceptó lo que el hombre rico le ofreciera. Por eso, al perderlo todo en manos de Armando Ciro, esa casita no pasó a ser de su propiedad.
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Prudencio Creso y Bautisto Solón caminaron hasta el ranchito humilde que Creso nunca pudo comprar. Allí vivía una abuelita con su nieta, y la mujer era tan terca que no aceptó lo que el hombre rico le ofreciera. Por eso, al perderlo todo en manos de Armando Ciro, esa casita no pasó a ser de su propiedad.
Los salió a recibir un perrito desgreñado. Antes, dijo Creso, hasta los perros me respetaban, pero ahora no lo hace ni siquiera este cusquito. Lo dijo y siguieron caminando pese a que el perro les mordía las botamangas con descaro, se acercaron a la puerta y golpearon la madera mal pintada de celeste.
Al poco rato salió a abrirles la moza. Creso no había notado lo que había crecido esa muchacha, con sus trenzas largas cayendo sobre la camisa blanca, con los ojos oscuros mirándolo por sobre el barbijo. Don Creso, dijo la joven, tenía la esperanza de que pasara a visitarnos ahora que lo perdió todo.
Creso nunca había golpeado a esa puerta, lo hicieron sus abogados, en vano, porque la abuela nunca estuvo dispuesta a cederle ese trocito de tierra en la que amuchaba una majada de cabras flacas. Ya ve, le dijo Creso, antes fui capaz de aplastarlas y ahora vengo a mendigarles pan, dijo y el perfume de la masa horneada salió de la casa para atraerlos.
Pasen, dijo la muchacha y acomodó la mesa con un mantel sencillo, puso las tazas para el mate y sirvió ese bollo calentito. Delicioso, dijo Creso al probarlo y la muchacha le aseguró que esa era su cena todas las noches, sólo que usted era demasiado rico para acercarse.