El niño estaba algo triste, le dijo el hombre al comisario como si eso fuera lo que estaba mal en el mundo. Recuerden, nos dijo Pierro, que ese mal del mundo era por lo que decía haber venido a mi despacho, en la seccional. Recién entonces sentí que el tema me excedía, que yo era incapaz de arreglarlo ni tan siquiera de alegrar a ese niño.
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El niño estaba algo triste, le dijo el hombre al comisario como si eso fuera lo que estaba mal en el mundo. Recuerden, nos dijo Pierro, que ese mal del mundo era por lo que decía haber venido a mi despacho, en la seccional. Recién entonces sentí que el tema me excedía, que yo era incapaz de arreglarlo ni tan siquiera de alegrar a ese niño.
Le agradecí que no dejara la cosa así sino que siguiera con su relato. Me dijo que el niño le habló de la escuela y de ese maestro que le corregía cada palabra que decía, porque aseguraba que el pastorcito hablaba mal y debía enseñarle a hacerlo bien. Entones el niño lo miró a los ojos, y le explicó toda su preocupación.
No me preocupa que me diga que hablo mal y quiera corregirme, dijo. Para eso voy a la escuela, para que me enseñe, ni me pone mal que lo diga porque hablo igual que mi papá, que toma demasiado, ni como mi mamá. Lo que me entristece es que me diga que mi mala manera de hablar sea igual a la de mi abuelito, que es un hombre que sabe muchas cosas.
De mi abuelito aprendí demasiadas cosas como para pensar en corregirlo, le dijo el niño y el hombre miró al comisario como para que ahora comprendiera por qué decía que algo en el mundo andaba mal. Pierro encendió un cigarrillo, pensó que le hubiera gustado poder hacer algo por ese niño y por el mundo pero que acaso el hombre se habría equivocado de puerta.
O se equivocó de puerta o estaba loco, nos dijo el comisario con esa tristeza que nos da pensar que lo están justamente aquellos que nos dicen una verdad.