Iba a hacerlo cuando una mano tomó mi muñeca. Brotaba del pozo y era fría como la de un cadáver. Tiré hasta que el cuerpo de un viejito aduendado salió de la tierra, se sacudió, me pidió un vaso de agua, se sentó en el borde del agujero que cavamos y nos invitó, al albañil y a mí, que lo hiciéramos a su lado.
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Iba a hacerlo cuando una mano tomó mi muñeca. Brotaba del pozo y era fría como la de un cadáver. Tiré hasta que el cuerpo de un viejito aduendado salió de la tierra, se sacudió, me pidió un vaso de agua, se sentó en el borde del agujero que cavamos y nos invitó, al albañil y a mí, que lo hiciéramos a su lado.
El viejito empezó por reírse como si fuera la introducción más natural para su relato, luego tosió y nos dijo que había varios tipos de tapados. Los más comunes eran los de plata, ya sea acuñada o blanca, pero que también los había de coplas y, como en este caso, donde se trataba de un tapado de relatos. Los enterré allá por el veintipico. Mil novecientos veintiuno, veintidós sería cuando un maestro nuevo se llegó a estos pagos.
Venía de la ciudad, y no es que fuera malo, sino que no entendía muchas cosas el pobre. Empezó por corregir la manera de hablar de sus alumnos, pretendieron que lo hicieran como se lo hace en los libros o en las ciudades. Eso vaya y pase, yo no sé mucho de esas cosas de la escuela. Cuando era chango, que entones ya no lo era, ni pude estudiar porque no había en donde, pero me llamó la atención cuando cierta tarde el maestro vino a visitarme. Estaba de lo más enojado el hombre, se quedó parado en la puerta aunque lo invitara a pasar y me costó mucho entenderle.
Usted debe ser el abuelo que le cuenta cuentos a mis alumnos, me dijo en tono de recriminación. A veces, le respondí sin saber a donde quería llegar. Bien, dijo entonces para mi sorpresa, espero que no vuelva a hacerlo, dijo.