Cuando la abuela dijo que don Nímedes Guascas le ofreció contarle un cuento, según recordara el padrecito, el comisario y su mujer, Pierre Donadou y quien les habla nos acomodamos en nuestras sillas para escucharlo, y entonces el religioso siguió diciéndonos que don Nímedes aseguraba que los gallos, en las mañanas, le gritan a la gente: “Son todas macanas, son todas macanas”.
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Cuando la abuela dijo que don Nímedes Guascas le ofreció contarle un cuento, según recordara el padrecito, el comisario y su mujer, Pierre Donadou y quien les habla nos acomodamos en nuestras sillas para escucharlo, y entonces el religioso siguió diciéndonos que don Nímedes aseguraba que los gallos, en las mañanas, le gritan a la gente: “Son todas macanas, son todas macanas”.
Y para que vea, dijo, le voy a contar una historia: yo no era joven entonces pero era menos viejo que ahora, vivía allá en los valles y ya había fracasado en más de un sirviñaku, así que andaba con cautela como gato en piso mojado.
Pero por más cauteloso que ande el hombre, la cosa es que no aprende y me dejé atrapar por unos ojos. Sólo sabía que esos ojos, espesamente negros y delgados como una sonrisa, me habían mirado, alguna vez, andando por el campo, y que bajo esos ojos se dibujaba una naricita delicada y unos labios de ensueño.
Del resto de ella no le hablo porque capaz que usted lo tome a mal, recordaba el padrecito que don Nímedes le dijo esa vez a su abuela. Pero nada más sabía de ella y en la mañana, cuando el gallo gritó con toda su fuerza la advertencia de “son todas macanas, son todas macanas”, yo no le hice caso, me puse las manos bajo la nuca, miré las cañas del techo y empecé a soñar despierto qué tal sería si la abordaba, que capaz fuera una buena mujer.
No pasó ni un pestañeo que mis perros ladraron y se oyeron palmas, entonces me levanté de la cama y salí a ver, le dijo don Nímedes Guascas a la abuela del padrecito.