Cuando el Espuerto arrancó con el cuento de los piratas que lo raptaron para navegar mar adentro, su esposa se cansó y le dijo que si quería macanear le fuera a contar sus mentiras a la vecina, la Mueriles, que siempre lo escuchaba embobada tras las cortinas de la ventana que daba al patio. El Espuerto, que a esa altura sólo quería terminar con su fantasía, le hizo caso, golpeó a la puerta de la vecina, se invitó a pasar y mientras la Mueriles le servía masitas dulces con té y se desabrochaba el escote para llamarle la atención, siguió con el relato de su aventura entre esos corsarios del río Grande.
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Cuando el Espuerto arrancó con el cuento de los piratas que lo raptaron para navegar mar adentro, su esposa se cansó y le dijo que si quería macanear le fuera a contar sus mentiras a la vecina, la Mueriles, que siempre lo escuchaba embobada tras las cortinas de la ventana que daba al patio. El Espuerto, que a esa altura sólo quería terminar con su fantasía, le hizo caso, golpeó a la puerta de la vecina, se invitó a pasar y mientras la Mueriles le servía masitas dulces con té y se desabrochaba el escote para llamarle la atención, siguió con el relato de su aventura entre esos corsarios del río Grande.
Pero, promediando el cuento, cayó en la cuenta de que esa mujer, su vecina, era exuberantemente atractiva y amenazaba a echársele encima en cualquier momento, poniendo en riesgo su paz familiar porque, como ya dice el dicho popular: si quieres vivir un desliz, con la vecina no es lo más feliz. Así que, sin terminar la historia de hombres de mar con pata de palo y loro al hombro, dio una excusa cualquiera, poco ingeniosa, se despidió y regresó a su casa.
No pasó una semana que se volvió a encontrar con sus amigos y tres o cuatro noches de almacén lo demoraron en regresar, pero cuando lo hizo todo fue distinto. Su esposa le preguntó dónde estuvo y el Espuerto, ya sin recurrir a sus rebuscadas mentiras, le respondió que bebiendo con sus amigos. Es que el escote de la Mueriles lo había curado de sus fantasías, nos dijo al fin el comisario Pierro mientras Blanca servía un café espeso que auguraba que la noche no terminaba allí.