El zorro que se metió en mi casa me decía lo tanto que lo perjudicaba la cuarentena, cosa que me sonaba extraña porque tenía la fantasía de que los animales salvajes serían los beneficiados de la reclusión humana. El cuadrúpedo creyó oportuno explicármelo.
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El zorro que se metió en mi casa me decía lo tanto que lo perjudicaba la cuarentena, cosa que me sonaba extraña porque tenía la fantasía de que los animales salvajes serían los beneficiados de la reclusión humana. El cuadrúpedo creyó oportuno explicármelo.
Vea, Dubin, dijo. Los zorros somos esencialmente enamoradizos. Podemos no meternos en un gallinero por varios días, haciendo tronar la tripa de hambre, pero somos incapaces de vivir sin un amor. Bueno, le dije, el mundo está lleno de zorras, ¿qué le impide conquistarlas?
Las zorras, incluso alguna perrita, son para nosotros la incitación a procrearnos, pero el amor, amigo, es otra cosa bien distinta. No sé qué tan diferente es para ustedes los humanos, acaso no tanto. Vea que lo que se cuenta de nosotros es cierto. Tal como lo dicen los cuentos: los sábados por la noche los zorros nos convertimos en gente y marchamos derechito a los boliches.
No ponga cara de sorpresa, seguro que lo habrá escuchado. La piel marrón se nos torna el atuendo de un paisano.
Somos más bien sensuales entonces, los ojos casi que no se nos cambian pero sí el cuerpo, caminamos en dos patas, las de adelante se nos vuelven como brazos y se nos achata el hocico.
Y en los boliches vamos tras la conquista de una moza con la que no nos es posible reproducirnos, y capaz que por eso mismo es que nos enamoramos. A veces bailamos toda la noche con ella, y no falta la que nos sigue al cerro perdida por nuestro cariño, pero nada de eso podemos hacer desde que ustedes prohibieron los bailes.