Estaba en la puerta de mi casa viendo como el cerro se amanecía en medio de la neblina blanca de las mañanas otoñales, cuando el zorro apareció junto a una maceta de flores rosadas y se escabulló entre mis piernas para entrar, sin ser invitado. Agarré la escoba para espantarlo, pero ya no lo vi.
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Estaba en la puerta de mi casa viendo como el cerro se amanecía en medio de la neblina blanca de las mañanas otoñales, cuando el zorro apareció junto a una maceta de flores rosadas y se escabulló entre mis piernas para entrar, sin ser invitado. Agarré la escoba para espantarlo, pero ya no lo vi.
Busqué con cuidado aquí y allá y llegué a pensar que no había sido cierto, sino parte del sueño soñado en la noche, del que me despertaron los aullidos de los perros de mi cuadra, cuando lo vi asomarse de abajo de mi cama. Me miró con susto y lo miré de igual modo. Amagué con la escoba para ver si se asustaba. ¡Cerrá la puerta, Dubin!, me gritó al fin y sospeché que temiera la aparición de algún perro. Cortés como lo soy siempre de anfitrión (aunque vuelva a repetirles que no recordaba haberlo invitado a pasar), pegué el portazo a mis espaldas.
Entonces, más confiado, el zorro salió de abajo de la cama, se sacudió la pelambre y se sentó sobre sus cuartos traseros. ¿No hay nada para comer en esta casa?, me preguntó descarado. Saqué de la heladera un cuarto de pollo que reservaba para estofado, le arranqué la pata reservándome la pechuga y se la di. Esta cuarentena se está volviendo complicada para los zorros, comentó masticando ya el hueso, seguramente saboreándole la médula. Yo pensé que los animales salvajes eran los primeros beneficiados de la reclusión humana, le dije como para contradecirlo y el zorro, pasándose la lengua por el bigote como para limpiarse la grasa del pollo, me miró como quien no está de acuerdo.