Quien parecía sentirse más cómoda con eso de wasapear cuentos era Blanca, así que escuché su audio de voz cansada y tibia. Podía imaginarla, después de levantar los platos de la cena, echada en la cama, con el celular en la mano y la sonrisa en los labios. El comisario Pierro habría terminado ya de lavar y secar la vajilla, fumado un cigarrillo en la penumbra de la sala y pronto estaría a su lado.
inicia sesión o regístrate.
Quien parecía sentirse más cómoda con eso de wasapear cuentos era Blanca, así que escuché su audio de voz cansada y tibia. Podía imaginarla, después de levantar los platos de la cena, echada en la cama, con el celular en la mano y la sonrisa en los labios. El comisario Pierro habría terminado ya de lavar y secar la vajilla, fumado un cigarrillo en la penumbra de la sala y pronto estaría a su lado.
Imaginé que Pierro entraría en la habitación secándose las manos con un repasador, y al ver que su esposa grababa un cuento para compartir en el grupo, trató de hacer el menor ruido posible. No quería interrumpirla y a la vez quería escucharla. Se echó con la espalda recostada en dos almohadones, se quitó los zapatos un pie con el otro y se llevó las manos a la nuca para atender mejor.
Blanca, por su parte, continuaba con aquella memoria de la tía Marca, que ya era viejita cuando yo era niña, dijo. Sabía hacer dulces de lo que le cayera en las manos, y su alacena era para nosotros mejor que la cueva de Alí Babá. ¿Qué mejor tesoro que aquellos frascos con tantos y variados sabores dulces para untar en el bollo que nos mandaba a comprar a la esquina?
Llegaba a su casa con mi madre, la tía se limpiaba las manos en el delantal de a cuadritos rojos sobre fondo blanco, me acariciaba los cabellos y, como si fuera parte de un ritual íntimo, me pedía que eligiera el dulce y me sentara a la mesa. Sólo después de merendar, pasábamos al jardín, la parte de la casa que, para ella, era más importante aún que su alacena.
.
.
.