Blanca grababa el audio con esa dulzura que le conocíamos todos, esa cadencia suave, titubeante por momentos y siempre cálida como si no estuviera diciendo nada de interés, como cuando grabó lo de doña Elvira, que tejía crochet a la oración, escuchando la radio y mirando el ventanal del fondo de la sala, tras el que vio una luminaria.
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Blanca grababa el audio con esa dulzura que le conocíamos todos, esa cadencia suave, titubeante por momentos y siempre cálida como si no estuviera diciendo nada de interés, como cuando grabó lo de doña Elvira, que tejía crochet a la oración, escuchando la radio y mirando el ventanal del fondo de la sala, tras el que vio una luminaria.
Pero no era como aquella estruendosa de la que nos habló Bautisto en su cuento, nos dijo, sino tenue y casi agrisada. Y no se alarmó por ello porque solía verla, cada tantos días, una o dos veces por semana. Entonces abría la puerta, salía a ese anochecer de su propio patio bajo sus durazneros y sus nogales, y clavaba la aguja de tejer, en el suelo, en el mismo sitio de tierra que estaba brillando.
Entonces regresaba a la sala como si nada, terminaba de hacer las cosas que le restaban antes de dormir y, recién por la mañana, caminaba hasta lo del Guabirto, que tenía fama de valiente. Se trataba de un albañil que se ganaba las monedas con las pocas reparaciones que exigía esa Tilcara de entones, poco más que un pueblo chico con una decena de veraneantes que solían contratarlo.
El joven ya sabía para qué lo buscaba, la acompañaba de regreso a la casa, se arremangaba junto al sitio en el que estaba clavada la aguja, tomaba la pala y se ponía a cavar con vigor, nos contó Blanca aquello que el padrecito, Pierre Donadou Quispe y el mismo comisario estaríamos escuchando desde nuestras respectivas cuarentenas, disfrutando de ese modo femenino que le vino a aportar a estos Laberintos.
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