El curita quedó fascinado con los apuntes que el borrachito le había escrito a libros difíciles y en lengua extranjera. Tenía el don de resumir ideas profundas con referencias de su vida cotidiana, en imágenes de su rancho, apenas si un cuarto a punto de caer, allá donde los cerros se tuercen hacia la puna.
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El curita quedó fascinado con los apuntes que el borrachito le había escrito a libros difíciles y en lengua extranjera. Tenía el don de resumir ideas profundas con referencias de su vida cotidiana, en imágenes de su rancho, apenas si un cuarto a punto de caer, allá donde los cerros se tuercen hacia la puna.
Tan asombrado estaba que en sus sermones empezó a citarlo. No decía que eso lo había leído en los márgenes de los libros que había encontrado en la casa del hombrecito, sino que le aparecían en su boca cuando quería dar cuenta de alguna parábola evangélica o de alguna anécdota de los patriarcas.
Pero por más que se esforzaba, porque la feligresía no era versada en semejantes lecturas como las que había anotado el difunto, sus comentarios no le salían tan claros como los que había leído en letra apretada y dibujada, sino más bien parecidos a las de los autores originales, y la concurrencia a las misas empezó a mermar porque nadie lo entendía.
El párroco se daba cuenta de su yerro pero no podía corregirlo, no era que quisiera hablarles en difícil sino que no podía evitarlo, y al terminar la celebración regresaba a la sacristía, abría otro de los libros y se sorprendía de que las explicaciones del borrachito fueran tan claras y tan sencillas. Y por ese camino, que algo debía tener de pecado, empezó a envidiarlo.
De la envidia al odio hay poco trecho, nos dijo don Braulio, y pronto se descubrió a si mismo hablando mal del hombrecito en sus sermones, cosa que a él mismo lo puso mal y se sintió en falta.