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Hacía su recorrido por la vereda de la ferretería que estaban asaltando, escuchó el fatal disparo, miró su reloj y siguió de largo. Cuando llegó a la seccional ya estábamos anoticiados del siniestro, y le preguntamos por qué no detuvo al asesino. El hombre se sentó frente a mi escritorio, encendió un cigarrillo y empezó a contarnos las circunstancias.
Conozco al ferretero porque es vecino mío, dijo, y a esa hora debía estar buscando a su nieto en la escuela. ¿Qué hacía entonces dentro de su negocio?, preguntó con un gesto alucinado que me hizo comprender que deliraba, recordó don Braulio. Si hubiera hecho lo que debía, le dijo, hoy estaría vivo como cualquiera de nosotros.
Eso no disculpa al asesino, nos dijo don Braulio que le dijo, y el hombre entró en cólera, dejó su placa y su arma reglamentaria sobre mi escritorio argumentando que si la ley no contempla estas sutilezas, mejor que me pase de bando. Se puso de pie y se fue. ¿Y desde entonces se dedicó al delito?, quiso saber Armando.
No, le respondió don Braulio, se dedicó a llegar tarde a todo lugar al que debiera ir. Tanto fue así que, cuando lo volví a ver, fue cuando llegó tarde al cementerio en el que sus deudos lo esperaban para enterrarlo, pero ese ya es otro asunto porque se entiende que el pobre no pudo participar de su tardanza, acaso sólo exasperarse si es que hay algún lugar donde van las almas cuando mueren.
Lo que sé, porque lo vi, es que en su lápida pusieron una fecha de deceso muy posterior a la suya, acaso como una póstuma ironía.