La moza me tenía de la mano y me llevó por un túnel. Para entrar tuve que bajar la cabeza, pero pasé para sentir pronto que el suelo estaba mojado, que las zapatillas se me llenaban de barro pesado y de agua, cada vez más pegajosa y en la que cada vez me costaba más andar. La moza me dijo que no debía sorprenderme, que todos alguna vez vienen por aquí.
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La moza me tenía de la mano y me llevó por un túnel. Para entrar tuve que bajar la cabeza, pero pasé para sentir pronto que el suelo estaba mojado, que las zapatillas se me llenaban de barro pesado y de agua, cada vez más pegajosa y en la que cada vez me costaba más andar. La moza me dijo que no debía sorprenderme, que todos alguna vez vienen por aquí.
¿Acá es donde viven los muertos?, le pregunté comprendiendo, al decirlo, que había enunciado una contradicción. Quién sabe, me respondió, pero usted no ha muerto. Su certeza me relajó, aunque con ello no quedara libre del peligro, mientras seguía escuchando el murmullo de coplas a mis espaldas.
Cada tanto parecía reverberar la cuerda de una guitarra eléctrica, o se le sumaba a los parches, como sosteniéndolos, el redoble de una batería, y por sobre ellos risas, gritos y algo parecido a los versos de alguna copla que no alcanzaba a comprender, cuando noté que bordeábamos un barranco hondo en cuyo fondo bramaba un fuego lejano.
¿Ese es el infierno?, le pregunté a la moza, que sonrió para argumentar que ya soy grande como para no saber que tanto el cielo como el infierno están sólo dentro nuestro, no debajo ni encima de la tierra. No sea simple, Dubin, me dijo y agregó que no me detenga, y no lo hice hasta que llegamos del otro lado, donde entramos a un túnel más bajo.
En medio del camino, amenazante, había una rata que nos mostró sus dientes blancos y puntiagudos, aferrada al suelo con las garras de sus patas y con los pelos alzados como lomo de perro ochador.