Llegaron a la aldea del Padrecito asqueados de ver morir innecesariamente tanta gente. Una tierra arrasada que humeaba donde fueron quemadas las casas, el relato de algún sobreviviente que se aferra al tremendo dolor de su memoria y el entrevero en cualquier quebrada eran paisajes que secaban el alma.
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Llegaron a la aldea del Padrecito asqueados de ver morir innecesariamente tanta gente. Una tierra arrasada que humeaba donde fueron quemadas las casas, el relato de algún sobreviviente que se aferra al tremendo dolor de su memoria y el entrevero en cualquier quebrada eran paisajes que secaban el alma.
Alba, Pedro y Kerioco llegaron como quienes se acostumbran ya a lo indecible, resignados a saludarse con cabezas clavadas en picas, con hijos cuyo padre es el enemigo que apenas si pasó en la tarde con la tropa ajena por la casa, y hubiera quedado así hasta que le escucharon que ese horror no era natural, y que era tan cierto que se lo podía conjurar como que alguna vez, y no hace mucho, el tiempo de la colonia fue distinto.
El Padrecito había nacido cincuenta años atrás en ese Paraguay que aún no diferenciaba las ideas de la independencia con las más enraizadas de su autonomía, cuando los patrones recelaban contra el control del rey en temas como el del trato de los indios. Su hogar era de comerciantes pobres que no veían el mundo sino como la monarquía que lo ordenaba todo, sea de buen o de mal modo.
Y cuando fue a la escuela descolló por su inteligencia asegurándose el favor de los jesuitas que ya lo querían en su tropa y lo trataban con la mezcla de dulzura y de rigor que requiere cualquier potro que se desee buen caballo. Por entonces llevaba el nombre de Juan Bustos hasta que lo cambió por el del oficio que aprendió para hablar latín tanto como lenguas guaraníes, y las artes de la música y la prédica.